16 octubre 2020

AFRAID OF TIME

Nadie sabe muy bien qué es el Tiempo. Ni siquiera la física (todavía) es capaz de dar una definición única (y menos sencilla) de lo que es el Tiempo. De él hablan científicos, filósofos, religiosos y dirigentes de empresas y gobiernos. Del Tiempo decimos que es algo relativo, que es un regalo, que se nos hace largo o corto, que admite o no viajar a través de él, e incluso muchos sostienen que es la única riqueza que de verdad merece la pena, ya que no puede comprarse con dinero.

Cada uno de los seres vivientes tiene su Tiempo y hasta podemos medir el Tiempo que tiene el Universo desde su nacimiento, que fue a su vez el origen de todo Tiempo capaz de ser medido.

Algunos opinan que con cada nacimiento comienza la cuenta atrás del Tiempo asignado al recién nacido, en una suerte de tic-tac fatalista, tan del gusto de la visión antropológica de mi tocayo:

Lo que llamáis morir es acabar de morir y lo que llamáis nacer es empezar a morir y lo que llamáis vivir es morir viviendo, y los huesos es lo que de vosotros deja la muerte y lo que le sobra a la sepultura.

Cuente hacia adelante o hacia atrás, lo midamos en segundos o en eones, el Tiempo es lo único que no se detiene, inexorable, paciente, como si tuviera consciencia de su victoria final.

Aunque solamos preocuparnos por el Tiempo, no es propio de nosotros reflexionar sobre él. Vamos corriendo a todas partes, vivimos acelerados, tratando de hacer rápido las cosas, de ahorrar Tiempo para rellenarlo de otras cosas en las que seguir ocupando todo nuestro Tiempo.

Son pocos los que deciden vivir lentamente y disfrutar un poco más de su vida, conscientes de Mateo 6:27:

¿Y quién de vosotros, por ansioso que esté, puede añadir una hora al curso de su vida?

Es por esto que me apetece hoy contarles una breve historia.

Es la mañana del viernes 16 de octubre de 1970. En la Residencia Sanitaria García Morato de Sevilla, nacía un varón. Tres kilos y medio dijo la matrona. El recién nacido acabó posándose en los brazos de Iluminada, una vez lavado y vestido. Eso de dárselo a la madre conforme llega al mundo vino después. Al día siguiente, el bebé, junto con los felices padres y la abuela, volvían en taxi al número 32 de la calle Arrayán, entre Omnium Sanctorum y Santa Marina, donde llevaría la alegría a su familia. Poco después, en brazos de sus padrinos Mari y Jose Antonio, sería bautizado en la capilla del Gran Poder, con el nombre de Francisco Javier. En aquel ático sevillano dió sus primeros pasos, a la sombra de la cúpula de San Luis de los Franceses.



 
El jovencito creció feliz con sus hermanos y primos. Cursó la EGB en la Academia Politécnica Sevillana, primero en la calle Alcázares y después en Cervantes, una calle larga y señorial de Sevilla, que va de San Martín a San Andrés. En Sevilla es dificil encontrar una calle que no esté cerca de una iglesia o un convento. Allí hizo buenos amigos, de los que se conservan siempre. El pequeño Francisco Javier destacaba en dibujo artístico y ciencias naturales. Fue un buen estudiante y continuó sus estudios en San Jerónimo, de donde pasó a la Universidad de Sevilla sin mayores contratiempos. Allí estudió Ciencias Económicas y Empresariales, la moda a finales de los ochenta, cuando el despegue económico previo a la Expo-92 demandaba personal a mansalva y aquello de estudiar vocaciones todavía quedaba lejos. 

A pesar de no haber nacido para los números, resulta que se licenció con brillante expediente y alabanzas del claustro, justo en el 93, cuando imperaba una seria crisis económica, de las que a él, por aquel entonces, le importaban poco. Y le importaba poco la economía del pais porque estaba a las puertas de un servicio militar que le llevaría al Ejército del Aire, donde pasó casi todo el año 94, como administrativo en la Escuadrilla de Control Aéreo número 2, haciendo amigos de los que no se olvidan nunca. Fue uno de las últimas milis que se hicieron en España, pais tan dado a tirar a la basura lo que no funciona del todo bien, en lugar de arreglarlo o actualizarlo.

Y resulta también que cuando se tomó en serio lo de trabajar, pudo elegir. Fueron tres las ofertas que le plantaron por delante, aunque tal cosa parezca hoy ciencia ficción. Y sin másteres ni posgrados ni otras guindas al expediente. Y, escuchando como siempre sabios consejos, marchó a Madrid, camino de una multinacional: AVE, maleta, corbata, apartamento en Santa Engracia, oficina en Torre Picasso, tecnología punta y 24 añitos. 
 
Descubrió que no le entusiasmaban los lenguajes de programación y la informática puntera. Al mismo tiempo descubrió también lo duro que era ganarse la vida como Dios manda. Allí hizo buenos amigos y adquirió una visión valiosa de los sistemas de las empresas.
 
Comenzaba así una exitosa (y no menos estresante) carrera profesional que incluyó su fichaje por otra multinacional, donde se enteró de lo que era viajar, donde conoció hoteles sin cuento y aprendió mucho de auditoría y gestión de los negocios. 
 
Como sus planes eran fundar una familia, sentó la cabeza, se casó con su novia de siempre y fichó por el sector inmobiliario. Sí, el mismo sector inmobiliario que una década después volaría por los aires, pero que por 1998 comenzaba un despegue fulgurante y se llevaba directivos a golpe de talonario. Allí prosperó, se convirtió en un tío importante, tuvo un hijo y su cuenta corriente parecía no tener fondo. 

En 2012 descubrió que sí lo tenía. Y telarañas. También descubrió que lo de ser importante era algo más bien cómico. Un despido te enseña todo eso y más. Bendito despido, que permitió a este chico de 42 años reinventarse y perseguir sus sueños, fundar dos empresas y centrarse en las cosas verdaderamente importantes de la vida.
 

Hoy cumplo cincuenta años, consecuencia saludable de tener cuarenta y nueve más el Tiempo. Un hito feliz, opina la mayoría. Muchos me felicitarán y enviarán buenos deseos. Medio siglo, no todos lo alcanzan. Sin duda el de hoy es un día para celebrar.

Pero detrás de la celebración se encuentra un pelín de desasosiego. En un positivo nato y optimista cabezota como yo, esto puede ser una paradoja. Pero no consigo apartar la visión, quizá difusa aún, aunque tan real como la vida, de que a mi jamón se le ha dado la vuelta. La idea de que alguien volteó el reloj de arena que lleva mi nombre, por cuyo fino cuello de cristal caen ahora los blancos granos de arena de mis horas. En el fondo del alma, reposa la congoja de tomar consciencia de la finitud de mi vida.

No reparas en esos aspectos cuando eres joven. La juventud es una sucesión inconsciente de eventos en los que la idea de Tiempo tiene poco que decir. Cuando eres joven, el Tiempo es infinito o sencillamente no cuenta. Pocas cosas importan de verdad durante la primera parte de tu vida en este mundo. 

Sin embargo, más alla de la cuarentena, comencé a obsesionarme con el Tiempo. Estallaban en mi cabeza mil y un preguntas sobre la determinación de nuestro tiempo de vida. Me preguntaba por qué el Hombre, rey de la creación, vivía tan poco Tiempo, existiendo animales que perviven más que él y árboles que extienden su vida durate siglos. Sin duda, el Hombre parece un rey de pacotilla si no es capaz de controlar los años de su vida.

En algún lugar de mi turbulento mundo interior surgían preguntas como estas.  Si el Hombre es un ser fruto de una ley evolutiva tan simple ¿por qué tenemos esta conciencia trascendente? ¿De dónde la certeza de que estamos destinados a pervivir mas allá de nuestros límites? ¿De dónde este impulso de trascender el Tiempo? ¿Quién puso en nuestro interior esta inquietud?

De esta obsesión por el Tiempo y otros enigmas, surgió El reflejo de la diosa, publicado en 2019. Y no dejará de estar presente en mi segundo libro que verá la luz en unos años.

Cuántas cosas por hacer todavía. Cuántas enseñanzas que transmitir. Cuántas misiones que empezar y cumplir. Cuánta creación pendiente. Cuántas aventuras que vivir, cuántas risas que dibujar, cuánto amor que dar, cuántas metas que cruzar.

Mi Tiempo no es eterno. Tengo que terminar aún muchas cosas, y comenzar otras que a su vez tendré que terminar.

Manos a la obra. Lo mejor está por venir.

No hay Tiempo que perder.

 

 Y a mí enterradme sin duelo

Entre la playa y el cielo

En la ladera de un monte

Más alto que el horizonte

Quiero tener buena vista

Mi cuerpo será camino

Le daré verde a los pinos

Y amarillo a la genista

Joan Manuel Serrat

 

Título de este artículo tomado de la pieza homónima escrita por Hans Zimmer para la banda sonora original de "Interestellar". No por casualidad mi película favorita, por abordar de forma valiente y seria, el enigma de un Tiempo relativo. Como curiosidad, Zimmer escribió "No time for caution" para la misma película y "Time" para la película "Origen". La pieza que suena en este post (en algunos navegadores) es "Mountains".  No se las pierdan. 







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