Compadre, quiero cambiar
mi caballo por su casa,
mi montura por su espejo,
mi cuchillo por su manta.
mi caballo por su casa,
mi montura por su espejo,
mi cuchillo por su manta.
...Se lo habían anunciado hace una semana. La semana que pensaba que nunca acabaría. Pero llegó el día de dejar al fin la oficina y la empresa que conoció durante tantos años. A base de cajas y maletines se fue llevando días atrás cuantos objetos y documentos eran de su propiedad, poniendo buen cuidado en recordar si lo eran o no, pues al cabo de tanto tiempo se difuminan un poco los límites entre empleado y empleador. La crisis se llevó por delante su trabajo. Mentiría si dijera que no se lo vio venir.
Aquel fue un día especial. El directivo andaluz apaga la luz del que fue su despacho y sale sin hacer ruido al portal del edificio de oficinas, la lluvia cae mansamente y bajo su paraguas negro, aflojado ya el nudo de su corbata, empieza a caminar, maletín en mano. Mantiene su entereza, se sabe fuerte. No llevan sus pensamientos ni sus pasos un rumbo fijo. Esa mañana no tiene horarios ni prisas ni citas ni agendas. Poco a poco su mente, que rehuye reconocer que llegó la hora y que no tiene ni un trabajo ni ingresos asegurados, va aceptando a regañadientes el brusco cambio. Se siente extraño. La gente le mira. No. Imaginaciones suyas.
La Campana, las setas de la Encarnación. Qué bonitas han quedado. Y ahí tras las lunas, el mercado, qué moderno y limpio parece. La gente hace su compra, como siempre, es la hora, aún no dan las 12. Sus pasos le llevan, inconscientes y con tranquilidad desacostumbrada, hacia lo ancestral, hacia sus orígenes, a las calles donde vivió. Como la querencia del toro bravo que busca su toril al sentirse débil de tan herido, al ver que se le va la vida por las bocas abiertas de su bravura.
El día es tan gris que se diría pintado para la ocasión. Va mirando al suelo mojado, evitando cruzar miradas. Desde la espadaña esbelta, suena una campana llamando a oración. Las campanas de convento suenan distintas, mas agudas, mas alegres, mas infantiles. Como si tocaran riendo la inocencia de las palomas blancas que lo habitan. El sonido le es tan familiar. ¿Por qué? Lo ha olvidado. Ya no reza el Angelus. Hace tiempo que no cree en Dios.
Esto es Alberto Lista. El cinco sigue siendo el cinco aunque la casa no es la misma. Se marcharon demasiado pronto sus abuelos. Le habría gustado tener mas memoria pero su mente pequeña no daba para más. Le habría gustado recordar el tacto de sus manos viejas en su manita de niño, pero aquello pasaba cuando aún no sabía querer. Ante la fachada austera, sus ojos de blanco y negro ven asomarse al niño que fue entre las barandas del balcón. Agachado y con sueño, le embelesa la candelería en llamas de la Amargura que pasa de largo en la noche fria.
Sigue lloviendo serenamente. ¿Qué es lo que le pasa? Él es fuerte. Años hacía que no le ocurría esto. Maldito nudo de la corbata. Los hombres no flaquean. El aire le secará los ojos. Hoy se siente nostalgico. Y vulnerable. Ha perdido su trabajo. ¿Qué es? ¿De dónde viene? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Qué le hizo ser lo que es?
Al llegar al mercado de la Feria tuerce tranquilo por Arrayán. La ve como si nunca la hubiera dejado. Siempre entre sombras, la vieja calle contempla los años como minutos. Es niño otra vez. La casa treinta y dos ya no está. No está su portal. No está la escalera por la que cayó rodando una tarde. No está su azotea para dormir en verano los vecinos. Enfrente está la vieja tienda, donde hacía los mandados que su madre encargaba. De pronto se ve aupado al mostrador de madera vieja con unos duros en la mano. Aquí están otra vez vaya por Dios. Se ve guiando de la mano a su hermano, recién aprendido a andar el pequeñín, hacia una aventura incierta, cosas de niños. Hasta San Luís llegaron, que algunos vecinos avisaron a la joven que los parió, que cogiendo a la carrera calle arriba, allí recuperó a los dos inocentes, guardados mientras tanto por los gañanes del Pumarejo, que serían borrachos y truhanes, pero eran honrados.
La gente le mira por pararse tanto tiempo bajo la lluvia con la mirada perdida. Esto no es Madrid ni es Barcelona, aquí en seguida le preguntarán los vecinos si le pasa algo. Decide seguir caminando. Levanta la vista y ante él aparece la puerta de un colegio que tampoco es ya colegio. Tan solo una casa, donde la gente vive. No juegan los niños en el patio ni susurran padrenuestros cada mañana. Ya no huelen las clases a goma de nata ni a lapiceros. A su vista aparece hecho niño otra vez, en una clase antigua con un anciano profesor, el mismo que enseñó a su padre antes que a él y que acabó dejando su vista entre tizas y cuadernillos Rubio. El profesor le observa mientras el niño dibuja quebrados en la pizarra, con la raya del pelo tan marcada como siempre. Suena el timbre y desfilan los niños ordenados por el patio ante la figura del Director. Viste uniforme, bajo el brazo su gorra de plato, y rítmicamente golpea con una fusta unas altas botas de montar. Cuando pasa a su lado, el niño mira de reojo su bigote fino y su cabello engominado y recibe de su parte un pellizco cariñoso en la mejilla. Se le ve orgulloso de sus hombrecitos de 6 años. En aquel colegio no había niñas.
El ejecutivo respira hondo y vuelve en sí. Mira la hora en su silencioso móvil. Ninguna llamada perdida. Sonríe. Esta mañana le ha sanado por dentro. No siente tristeza sino paz. Él es mucho más que su trabajo. Ha dejado de llover y cierra el paraguas. Su vida empieza. En algún lugar entre las nubes, sonríe el sol...
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Monumento a Blas Infante en Sevilla |
Que tengan buena semana.
Compadre, quiero cambiar
mi caballo por su casa,
mi montura por su espejo,
mi cuchillo por su manta.
Compadre, vengo sangrando,
desde los montes de Cabra.
Si yo pudiera, mocito,
ese trato se cerraba.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Compadre, quiero morir
decentemente en mi cama.
De acero, si puede ser,
con las sábanas de holanda.
¿No ves la herida que tengo
desde el pecho a la garganta?
Trescientas rosas morenas
lleva tu pechera blanca.
Tu sangre rezuma y huele
alrededor de tu faja.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Dejadme subir al menos
hasta las altas barandas,
dejadme subir, dejadme,
hasta las verdes barandas.
Barandales de la luna
por donde retumba el agua.

Federico García Lorca (1898-1936)
Romancero sonámbulo, extracto.