Que es la luna donde
el destino quiso
que mi alma torturada
hallara el paraíso.
Puede que allí me
esperen, si es cierto lo que creo,
el alma de Pitágoras, o
la de Galileo.
Aquellos dos arcabuzazos en el
pecho no iban a arruinarle el día,… como pudo comprobar el turco al que acababa
de saltar los dientes con la rodela.
Con 24 años, Miguel creía que su
vida estaba encarrilada. Había estudiado gramática y arte dramático en su patria.
Después tuvo que quitarse de en medio, irse a Italia una temporada, a ver si se
calmaba la cosa, después del episodio en que dejó mal parado al rufián que se
atrevió a mentarle a la madre. Allí, entre Roma y Nápoles, se había interesado
por la poesía y la narrativa, además de empaparse de mitología y sabiduría
clásicas, gracias a los muchos textos antiguos accesibles allí, gracias a la
imprenta. Pero pronto dejó aquellos cantos de sirena literarios, para descubrir
la interesante vida de soldado. Una emocionante vida que había dado con sus
huesos allí, en el culo del mundo, en la boca del lobo otomano, embarcado en
una galera, que se llamaría Marquesa,
pero que se había movido como una ramera desde que salieran de
Mesina.
Llevaba dos días con fiebre y su
capitán le había librado de servicio. Pero él no quería perderse aquel
espectáculo por culpa de una enfermedad. Además, no estaba dispuesto a permitir
que se dijera que permaneció abajo, con la chusma, mientras sus camaradas dejaban
la piel en cubierta y hacían dejarla al enemigo.
Y no le había ido mal del todo
aquella mañana, a pesar de la fiebre y de los 120.000 turcos que querían
matarle. El peto de hierro y el chaleco de algodón prensado habían restado
suficiente fuerza a los pelotazos de arcabuz que le habían alcanzado en el
pecho. Le dolían tremendamente, pero ya habría tiempo de curarse esas
heridas, ahora estaba ocupado, pasando de parte a parte al turco que había
descuidado la guardia, tratando de contenerse la hemorragia de la boca. Una
boca de la que, entre borbotones de sangre, salieron unas últimas palabras en
el idioma de la Sublima Puerta.
![]() | |
Galera Real (replica) Museo Naval (Barcelona) |
Pero, lo que son las cosas, no
acababa de sacar la hoja de la barriga de aquel jenízaro, cuando la rodela le
salía volando del brazo con un estruendo metálico. Nada extraño por otra parte,
si dedicas la mañana a abordar una galeota turca en pleno golfo de Lepanto. Se
revolvió alzando la espada, pero junto a él no encontró más que cadáveres. Los
españoles se ocupaban de la matanza, excepto algunos que abrían las portas de
las bodegas, para liberar a los infelices cautivos que estaban al remo. Más
allá, en el centro de la formación, unas galeras del Papa auxiliaban a la
Real y, entre el humo, le pareció ver que la capitana turca estaba
arriando el pabellón. Esto marcha, se dijo. Allí en el suelo estaba su rodela,
y la habría embrazado, como de costumbre, de no ser porque su brazo izquierdo
no obedeció la orden de abrir la mano.
Con la calma de un joven inconsciente,
Miguel de Cervantes clavó su espada en la cubierta y examinó su brazo
izquierdo casi destrozado. Inerte, su mano chorreaba sangre, colgando inmóvil del antebrazo deshecho por el hierro. Un tiro de arcabuz le había atravesado la
carne a la altura de la correa de la rodela. El hueso estaba roto desde luego,
pero algo le decía que aquella herida era algo más. Era incapaz de mover los
dedos. Le invadió el miedo, no quería ni pensar que no pudiera seguir sirviendo
en el Tercio… él, que no sabía hacer otra cosa…
....................................................................................................
Como está de moda el Cervantes difunto, célebre genio de las letras, me ha parecido adecuado aquí recordar su juventud, cuando Don Miguel, por entonces Miguelillo, se ocupaba en oficios más arriesgados aunque no menos emocionantes que la literatura. Cuando tienes 24 años, das por sentado que una serie de cosas irán acaeciendo en tu vida, tienes por cierto que la secuencia de hitos que la sociedad ha prescrito para ti se cumplirá como si estuviera grabada en una sagrada Piedra del Destino que llevara tu nombre.
Ser un buen chico, estudiar,
seguir estudiando, enamorarte de una buena chica, un noviazgo como Dios manda,
terminar tu estudios, hacer la mili (ya no, allá ustedes), comenzar a trabajar,
ganar y ahorrar dinero, comprar tu piso, casarte (también como Dios manda),
fundar una familia y tener hijos (en plural, hijos). Y esto solo es la primera
parte del guion. Podríamos seguir leyéndolo y llegaríamos al final de nuestros
días. Un guion copia-pega de todos los demás, un guion que, alguien diría una
vez (supongo), nos garantiza la felicidad y la paz.
Sin embargo, algunos reciben la visita
inesperada de la vida. Se te presenta un buen día, sombrero en mano,
dirigiéndote una sonrisa misteriosa, mientras se te inclina, educada, con una
reverencia propia del Siglo de Oro en que vivió Don Miguel.
![]() |
Palas Atenea, sabiduría, estrategia, artes, justicia,... |
En mi caso encontré muchos Aristipo,
Pródico, Epicuro, Lucrecio, Virgilio, Celso, Cicerón, Lao Tse, Musashi, Frazer,
Hawking... La lista se haría interminable, harían falta cien vidas para
escucharlos a todos y para leer otros miles de textos antiguos que contienen un
caudal de sabiduría inabarcable.
Y cuando superas la prueba,
cuando reconduces tu ruta y recalculas tus planteamientos, te invade la paz y
el orgullo de haberte adaptado, de haber aceptado el cambio.
El cambio, ese estado que debería
ser permanente. Para cambiar deberás desoir consejos de tus mayores, te hará falta levantar esos pies que siempre te han
dicho que no debes separar del suelo.
Me alegro de que la vida me
visitara. No una, sino varias veces. Que en cada una de ellas, me diera la “mala
noticia” de que mis planes no iban a salir tal como yo esperaba. Porque tras cada
mala noticia, tras cada crisis personal, he descubierto nuevos mundos, he atravesado
nuevas puertas, he navegado nuevos mares y he vivido nuevas vidas.
Nunca desesperes. Miguel de Cervantes se
refugió en su cierta habilidad literaria porque su carrera militar acabó
abruptamente. Él vio como la mayor desgracia la herida que le mutiló. Pero al final de
sus días, poco antes de morir de diabetes a los 68 años, quizá intuyera que aquella bala turca, le regaló
la inmortalidad, un 7 de octubre de 1571.
Que es la luna donde
el destino quiso
que mi alma torturada
hallara el paraíso.
Puede que allí me
esperen, si es cierto lo que creo,
el alma de Pitágoras, o
la de Galileo.
Cyrano de Bergerac