El verdadero valor consiste en prever todos los peligros y
despreciarlos cuando llegan a hacerse inevitables.

1976, agosto. Los dos niños se tenían el uno al
otro pues no hacía sino pocos meses que vino al mundo quien sería el tercero de
los hermanos. Contaban 5 y 4 años nada más y en bañador jugaban todo el día,
que eso de las camisetas T-shirt y el protector solar llegó más tarde. Estos
niños sencillamente se quemaban el primer día del verano, mudaban la piel y
luego se renegrían como torreznos el resto de la estación. El bañador y las
playeras eran sus únicas prendas del alba al ocaso.
Y las avispas picaban a los niños siempre que
podían, como si hubieran sido creadas para eso. Ocultas en una zapatilla,
picaban el pie que descuidadamente las calzaba. Escondidas en una toalla,
picaban las manos del niño que se cubría con ella al salir de la piscina. Al
acecho entre la parra, picaban la espalda de los niños que pasaban en bicicleta
bajo ella, nunca era seguro pedalear despacio bajo la parra. Era muestra de
valor para los niños enfurecerlas destruyendo sus panales. Crecieron corriendo
delante de las avispas. Corriendo y manoteando el aire para espantar a las muy
hijas de puta, que como Furias les perseguían a velocidad del rayo. Pronto médicos
y padres descubrieron una alergia en el menor, una súper-reacción al veneno de
los himenópteros que provocaba hinchazones que podrían ser letales si las
picaduras se daban en mal sitio o en número suficiente.
No es de extrañar que aquellos niños, cosidos a
picotazos por las avispas, disfrutaran las sesiones de exterminio que los
mayores organizaban de cuando en cuando. Entonces, ido el sol de un día
cualquiera de verano, los hombres se armaban con largas cañas que unían unas a
otras para ganar longitud. Las dotaban de un trapo viejo en la punta y lo
impregnaban con gasoil. Y así, armados con tales teas telescópicas, con el rostro
cubierto cual bandidos para no respirar los gases de la combustión, prendían
fuego a los panales, grandes como platos, previamente localizados. Y allí morían a cientos, a miles, las
malditas avispas, intentando picar a sus agresores, aún narcotizadas por el
humo y el fuego. Los niños, valerosos en la distancia, disfrutaban como tales
machacando en el suelo, con sus bolos de juguete, a las avispas drogadas que
intentaban huir caminando. Malditas. Morid. Hacían recuento de sus trofeos,
contados por las muertes de demonios amarillos que cada uno conseguía.
Aquel caluroso día, los dos niños deambulaban por
la finca en busca de aventura. Pasaron a visitar a los toros, tan inmensos como
mansos, que atados por la argolla de su hocico al pesebre, pasaban a la sombra
las horas caniculares. Allí los toros dejaban pacientemente que los niños les
acariciasen la testuz y la papada y tenían cuidado de no pisarlos cuando
jugaban por allí. Después los niños se dirigieron como otras veces a la tapia
que cercaba el corral de las vacas. Era más alta que ellos, había que
encaramarse con cuidado. El mayor podía solo, así que primero ayudó al pequeño a subir y cuando se
aseguró de que estaba bien asido, él mismo se apoyó en un saliente y se agarró
arriba. Asomando la cabeza, al otro lado podían ver el grupo de vacas que
dormitaban y dejaban pasar las horas de más
calor. Echadas unas, otras en pie, espantaban las moscas con el rabo y mugían
de tanto en tanto mientras rumiaban cansadamente su ración de pienso.
Pero de pronto estalló el infierno. La vibración
provocada en los bloques del muro, importunó un enorme panal de avispas oculto en
una oquedad de la otra cara de la tapia. En un segundo, docenas de avispas
inundaron el aire alrededor de los niños, que palidecieron ante la sorpresa de
tan repentino ataque. Si no salían de allí inmediatamente sufrirían dolores sin
cuento e hinchazones monstruosas. Tan rápido como lo observó, con el reflejo de
huida activado, el mayor de los hermanos saltó de la tapia y comenzó la carrera
en dirección a la casa, a cualquier parte que no fuera la tapia y sus avispas.
Corrió cuesta abajo tan rápido como le daban sus pequeñas piernas. Corrió hasta que
reparó estremecido en que corría solo. Su hermano, su compañero, no estaba con él. Con el corazón a tope, miró
hacia atrás y vio la terrible escena. Su hermano, demasiado pequeño para saltar
solo de la tapia, seguía allí encaramado rodeado de las avispas. El pobre se
agarraba con una mano y movía la otra alrededor de su cabecita para espantarlas
torpemente, mientras lloraba aterrorizado. Raro sería que no le hubieran picado
ya. Procesar la imagen en su cerebro y actuar fue todo uno. Armado de valor, acallando
los naturales impulsos de supervivencia de su cerebro de 5 años, volvió sobre
sus pasos, cuesta arriba, más rápido aún que antes, entró en la nube de
avispas, ayudó a su pequeño hermano a bajar con una precisión y coordinación de
las que no se creía capaz. Y entonces juntos de la mano bajaron la cuesta como si
huyeran del mismo demonio. Milagrosamente no hubo picaduras para ninguno, sin
duda por aquello de FORTUNA AVDACES IVVAT.
El valor. Aquella resolución interior que nos
ayuda a vencer el miedo en cantidad directamente proporcional. Curiosamente
tenemos que descender hasta la cuarta acepción del diccionario de la RAE para encontrar la que estamos buscando: Cualidad
del ánimo, que mueve a acometer resueltamente grandes empresas y a arrostrar
los peligros. Los psicólogos modernos hablan de solution thinking, de perceptual narrowing y de otros términos que podríamos resumir como mantener la cabeza fría, centrarse en resolver el problema y afrontar la situación de manera eficaz, utilizando las técnicas de respirar, pensar y actuar. A lo largo de los siglos, el valor se ha definido de miles de
maneras distintas, todas con el denominador común de ser algo propio del ser
humano como tal, algo contrario a los instintos animales de supervivencia y
protección de la propia vida. Por lo tanto, unánimemente a lo largo de los
siglos, se ha concedido al valor el reconocimiento debido en forma de
admiración, fama o galardones.
La afición del hombre a la guerra que ya hemos
analizado en artículos precedentes de este blog, ha venido concediendo
oportunidades sin límite a aquellos individuos destacados por sus actos
valerosos. Todos los países y civilizaciones cuentan con hombres y mujeres que
pasaron a la historia por sus actos de valor en los campos de batalla del mundo
entero.
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La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas. Karl Marx |
La vida moderna sin embargo ofrece oportunidades
menos vistosas de demostrar valentía. Instalados en una Pax americana desde
mediados del siglo XX, los frentes de guerra se nos acercan tan solo a través
de la pantalla del televisor. La actividad diaria del ciudadano de a pie se ha
vuelto mucho más gris y rutinaria. Los sistemas de previsión social cubren
necesidades que antes llegaban a amenazar la supervivencia. El arrojo y el
coraje parecen haberse quedado como reliquias del pasado, algo caduco y sin
aplicación en nuestros tiempos. Quien se interesa por profundizar en estos
temas o quien manifiesta en público su admiración por las cualidades valerosas de
los personajes del pasado es tachado de frikie o de cosas aún peores. Como un
Alonso Quijano del siglo XXI, es mirado de reojo por sus vecinos.
Sin embargo, he llegado a la conclusión de que,
observando atentamente, la vida moderna nos depara muchas oportunidades para
realizar actos de valor. Aquellos actos que resultan admirables para los que
los observamos desde fuera son mas frecuentes de lo imaginable. Ya no hay que agarrar la espada, ahora el valor se
demuestra de otro modo y no en menor grado. A veces es un acto heroico que
salta a los medios, realizado por un cualquiera. Pero otras, con mucha más
frecuencia, el desprecio del peligro, el
coraje ante las dificultades y el sacrificio por los demás se manifiestan en
hechos mas comunes, menos vistosos y mediáticos. El parado que sonríe a su alrededor cada mañana, la
vendedora ambulante que mantiene a su familia madrugando cada día, el humilde profesional que mantiene su
palabra a costa de perder dinero, la joven mujer que afronta su enfermedad crónica
con espíritu de superación, el minusválido que alcanza metas deportivas propias de héroes,
el funcionario que sigue cumpliendo con
su deber aunque le reduzcan el sueldo, el voluntario que arriesga su vida para
curar malarias, el que acompaña ancianos a costa de su tiempo, el donante de sangre o de órganos que da generosamente aquello que puede salvar a otros, el que sigue creyendo en la justicia a pesar de todo, el que paga sus impuestos en su país porque cree en la distribución de rentas o el brigadista que azota llamas en los bosques de España porque
cree que un planeta verde será mejor para nuestros hijos.
Y entre ellos, diminuto y callado, el
emprendedor anónimo que decide arriesgar el poco dinero que le queda en crear
desde cero un proyecto y, desoyendo los llamados a la prudencia y al estatismo,
se la juega para perseguir su sueño. Tú emprendedor que cruzaste el Rubicón sabiendo que suponía echar los dados. Tú, si te atreves a entrar en
la nube de avispas, triunfes o no, tú lo habrás hecho con valor. Quizá otros no.
El verdadero valor consiste en prever todos los peligros y
despreciarlos cuando llegan a hacerse inevitables.
François Fénelon (1651-1715) escritor francés
Patrocinado por LA CASA DEL RECREADOR. Material de recreación histórica.
Patrocinado por LA CASA DEL RECREADOR. Material de recreación histórica.